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Foto del escritorlicia lópez de casenave

Outlander, un placer culposo

En su cuarta temporada, trabaja sobre ciertos estereotipos del amor pero, de tanto en tanto, avanza un poco y los pone en cuestión.

En una conocida comedia, Meg Ryan discute las diferencias entre el “cine para hombres” y “el cine para mujeres”: la oposición entre “las de guerra” y “las de amor”. La escena es muy divertida pero, en el fondo, tiene una mirada antigua y binaria sobre mujeres y hombres, y la contradicción entre la comicidad bien lograda y la simplificación conservadora de fondo produce un placer culposo entre los que sabemos algo de género: “cómo me gusta”; “sé que no debería gustarme…”.

En muchos sentidos, pasa lo mismo con la saga Outlander, basada en los libros de Diana Gabadon sobre Claire Randall y Jaime Fraser, y convertida en una serie de televisión. De nuevo, hay un placer culposo en verla, relacionado con los planteos de las dos series (literaria y televisiva): esa mezcla rara de estereotipos por un lado y, por el otro, ideas liberadoras sobre mujeres, homosexuales, racismo. Una mezcla no del todo binaria porque, por encima de los “dos” lados contradictorios funcionan una buena historia, personajes bien logrados, y en la serie televisiva, una excelente producción, casting y ambientación.

En el centro de las series, hay un amor heterosexual planteado de la forma más conservadora posible: como amor romántico. Para Claire Randall, hay un único amor “correcto”, el de Jaime, que nació doscientos años antes que ella y con el que se reúne cuando cruza un umbral mágico en Escocia. Como siempre en el planteo romántico, ese amor lo vence todo, incluso la distancia en tiempo, que es más dura que la distancia en espacio. Y por eso, uno de los recursos constantes que comparte Outlander con las telenovelas es el uso de la “scène a faire”, la “escena que debe hacerse”, esa que se promete a los lectores-espectadores: el primer beso, el reencuentro, el perdón, etc.

Hasta ahí, nada nuevo. Pero entonces, empieza la mezcla: en las series, muchas de esas escenas prometidas no son castas sino al contrario, absolutamente sexuales. Cierto: el sexo tiene características estereotipadas. Está muy estilizado, gira al- rededor de la belleza de los cuerpos de los actores Sam Heughan y Caitriona Balfe (el amor de este tipo siempre es entre “lindos”). Pero también es un sexo abierto y bastante explícito, la atracción física es esencial, no produce culpa y sigue a pesar de que los personajes van envejeciendo. Y el amor se construye en lo físico y también alrededor de la igualdad, es un amor que saca a Jaime de su primera visión patriarcal y lo lleva hacia ideas más contemporáneas de “pareja”. A nivel simbólico, eso se relaciona con el tiempo de la vida de Claire en el siglo XX, que se da, a partir de la Segunda Guerra Mundial, un momento clave para la lucha femenina.

Por otra parte, son muy frecuentes los diálogos que cuestionan puntos claves del patriarcado, por ejemplo, el mandato de la maternidad como central para la mujer. A nivel cosificación, como dice Sam Heughan en una entrevista, en la serie, el más cosificado de los cuerpos es el del hombre. Por eso es tan perfecta la escena en la que el que se desmaya en el momento del reencuentro, después de veinte años, es Jaime, no Claire. En las historias secundarias, se tocan otros temas con una mirada no romántica: la esclavitud, el genocidio amerindio, la homosexualidad, el conocimiento femenino perseguido en tiempo de los juicios contra las brujas. El estereotipo sigue ahí, pero tiene los costados carcomidos.

De esa mezcla, nace lo que sentimos los (las) que seguimos la serie: un placer basado en esa mezcla extraña que nos ofrece, por un lado, una satisfacción fácil, apoyada en la promesa del “amor verdadero” y, por el otro, el planteo de ideas nuevas, liberadoras e interesantes, que cuestionan ese estereotipo sin destruirlo del todo. Por eso, el placer culposo: para momentos de desazón, la promesa falsa del príncipe encantador funciona bien como consuelo, sobre todo si al mismo tiempo se declara falsa. En esos momentos, Outlander nos hace bien porque es una serie fácil de ver que, de a ratos, se atreve a gritar contra lo fácil.




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